viernes, 9 de abril de 2010

Abierto por obras

Cuando emprendes unas vacaciones, lo haces cargado de ilusiones, expectativas… aunque siempre vas pensando en lo bien que te lo pasarás, en todo lo que vas a descansar después de haber estado trabajando y/o estudiando durante meses, en las “delicatessen” que probarás y saborearás en esos sitios que vas a visitar… sin embargo, no piensas ni por un momento en volver de tu viaje enamorada. A mí me pasó, pero no en el sentido más carnal de la palabra. Fue algo “diferente”.

Me quedé embelesada por el encanto y la belleza de una ciudad entera, San Sebastián; admiré la obra más emblemática que posee Bilbao, esto es, el museo Guggenheim, edificio loado por muchos y criticado por otros; salí de Pamplona con una sonrisa en la cara –y mi apetito bien saciado– después de haber probado los mejores pintxos del mundo mundial y de haber asaltado –literalmente– las tiendas de Kukuxumuxu que me encontré en la calle Estafeta; mi vista se recreó una y otra vez con el verde paisaje que caracteriza a todo el País Vasco, y sin decirme ni una sola palabra, sólo con permitirme contemplarlo, ese extenso paraje me convenció sin reservas para que le hiciese una nueva visita en un futuro próximo; sin embargo, no fue de nada de esto de lo que me enamoré perdidamente, sino de algo mucho más humilde pero, a su vez, infinitamente más grandioso: me enamoré de unas piedras heridas. Me estoy refiriendo a la catedral de Santa María de Vitoria-Gasteiz.

Cuando llegamos allí, yo iba preparada para recorrer, “in situ” y con una visita guiada, las obras de recuperación y restauración de una vieja catedral, pero no esperaba encontrarme con tanta majestuosidad. A groso modo, explicar que este edificio, enclavado en pleno centro histórico, es en sí mismo un referente con mayúsculas de Vitoria-Gasteiz. Sus orígenes se remontan a los propios orígenes de la ciudad, ya que se levantó sobre una primigenia iglesia, construida en la segunda mitad del siglo XI, junto con las murallas que circundaban la villa. Sin embargo, el templo actual data del siglo XII, en tiempos de Alfonso X “El sabio”. Esta catedral ha sufrido problemas estructurales desde su origen; ha sido mortalmente debilitada por seculares problemas de sustentación y deformación, debidos tanto a las múltiples –y casi siempre inapropiadas– intervenciones que se han hecho en ella a lo largo de los siglos, como a su propia ubicación en una ladera, lugar poco idóneo para levantar algo de tal magnitud.

Aun así, esta increíble construcción estuvo abierta al público hasta 1994, cuando las piedras de esos muros y pilares gritaron que ya no podían más, que estaban al borde del colapso total. Ése fue el momento clave en el que se tomó la decisión de emprender un proyecto muy ambicioso y arriesgado: salvar ese monumento emblemático a como diese lugar.

Puedo asegurar que lo están consiguiendo. ¡Y de qué forma! Al contrario que en cualquier otra obra de índole similar, en la cual se ocultan al mundo las titánicas tareas de recuperación de un edificio gravemente enfermo, actuando en un completo secretismo hasta la finalización de los trabajos para que el resto de los mortales podamos admirarlo en todo su esplendor, aquí se decidió – y con muy buen criterio– abrir las puertas al público durante todo el proceso. Eso sí, con casco incluido, porque la seguridad tiene que primar ante cualquier otra cosa.

A lo largo de mi vida he visitado muchas catedrales y también, por mi profesión, he “pisado” bastantes obras. Pero esto es otra cosa: esto es jugar en la liga mayor. Cuando crucé el umbral (más concretamente, el pórtico de la luz) y empecé a caminar por aquellas pasarelas situadas en el interior del templo a diferentes niveles de altura, me sentí flotar. Tocar la coronación de unos pilares que hasta hacía bien poco sólo habían conocido las manos de los canteros que las tallaron y las de los obreros que las levantaron, es una experiencia única e irrepetible. Caminar por el triforio y observar desde allí las vidrieras y la luz que entra a raudales por el rosetón de la girola, es algo increíble. Poder admirar las elegantes líneas de las bóvedas de crucería desde una perspectiva nunca antes vista, no se puede explicar con palabras. Podría extenderme en mis disertaciones, pero terminaría por aburrir a los neófitos en la materia, y ésa no es mi intención. Esto no se puede entender leyendo unas líneas escritas en un papel o en un ordenador: esto hay que vivirlo.

Los sesenta minutos que duró la visita se me hicieron cortísimos. Yo me hubiese quedado allí horas, días, semanas empapándome de todo lo que esas viejas piedras tuviesen que contarme, escuchando su lamento, entendiendo su dolor, grabando en mi mente de forma indeleble su historia, fusionándome con ellas. 

Si alguna vez tuve dudas respecto hacia dónde quería enfocar mi especialización, éstas se disiparon completamente a los cinco minutos de estar allí dentro. Ya lo tengo decidido, aunque estos últimos años, sin darme siquiera cuenta, ya había encauzado poco a poco mis pasos en esa dirección. No quiero levantar nuevas construcciones, eso se lo dejo a otros que se sientan más a gusto en ese rol. Yo quiero curar las heridas que atenazan a viejos y venerables edificios, porque éstos tienen para mí un alma, un encanto y una memoria histórica tal que a su lado, una construcción actual jamás llegará a conseguir. O puede ser que sí, pero eso sólo depende del paso implacable del tiempo