lunes, 31 de octubre de 2011

Relato para la noche de los difuntos: El desván

El desván

Era la última visita del día. Sólo una más y después podría regresar a casa, con mi familia. Pasaría el resto de la tarde sentado en mi sillón de orejas, con un buen puro entre los labios y una copita de coñac caldeándose junto al brasero mientras mis tres hijas se acurrucaban junto a mí: Marisa e Inés apoltronadas en ambos brazos de la butaca y Pilar, la más pequeña, echa un ovillo en mi regazo. Me pedirían que les narrase mil y una historias de tiempos pasados, sobre todo su preferida, la que nunca se cansaban de escuchar, que no era otra sino la historia de cómo conocí a su madre, mi amada Lucía.

Nada salió como yo me imaginaba.

Cuando llegué a la residencia del marqués de Perales, los anfitriones me recibieron de un modo en extremo efusivo. Soy un simple peluquero, pero me siento muy emocionado y quizás un poco intimidado ante el gran número de personas, pertenecientes a diferentes clases sociales, que han tenido a bien brindarme su amistad. No sé la razón por la cual la gente me tiene en tan alta estima, aunque yo siempre he intentado tratar a todos con la misma consideración, respeto y cordialidad con los que me gustaría que me retribuyesen. Al parecer, he conseguido mi propósito, y eso es algo que me llena de orgullo.

Estuve buena parte de la tarde cortando el pelo a los integrantes masculinos de la familia. Tras acabar mi trabajo, me dispuse a despedirme de ellos para volver cuanto antes a mi hogar, pero sólo obtuve una rotunda negativa por parte de ellos. Reacio a demorar el encuentro con los míos, me disculpé lo mejor que pude, pero alegaron que sería una descortesía abandonar la mansión sin haber tomado antes un refrigerio en su compañía. Las reglas de la buena educación me obligaban a no hacerles un feo desaire, así que, resignado, acepté su invitación.

Nada más pasar a la sala de estar, el marqués llamó a una de las criadas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando apareció por la puerta una niña de no más de siete años, ataviada con un vestido de sarga marrón el doble de grande que su escuálido cuerpecito y un mandil remendado, aunque impoluto. Avanzó con paso vacilante y la mirada gacha hasta detenerse frente a mi anfitrión, y entonces esperó sus órdenes.

—Clara, vete al desván y tráenos una de las botellas de licor de endrinas que destilé el año pasado. Date prisa.


Al instante, la muchacha reaccionó como si le hubiesen clavado un puñal en el pecho. Sin levantar la vista del suelo, negó repetidas veces con la cabeza, se llevó una mano a la base de su cuello y, con voz ahogada, suplicó:

—Por favor, no quiero subir ahí...

¿Ya empezamos de nuevo? ¿Cuántas veces te tenemos que decir que no pasa nada?

Por favor... repitió. No me hagan hacerlo... —Ella había alzado la barbilla y luchaba denodadamente por no romper a llorar delante de todo el mundo.

Aquella reacción despertó mi curiosidad. Clavé la mirada en el rostro de la niña y lo que vi en sus ojos me provocó un extraño vuelco al corazón. Sus facciones estaban contraídas por el terror. Pero, ¿por qué?

—¿Qué ocurre? —me atreví a preguntar. Quizás me comporté de un modo demasiado osado, siendo como era un invitado en esa casa, pero tenía que saberlo.

—Esta niña... ya no sabemos qué hacer con ella —respondió la marquesa en tono condescendiente—. De un tiempo a esta parte, se niega a subir al desván, por mucho que le insistamos.


—Pero, ¿por algún motivo en especial? —agregué.

—¡Bah, son sólo tonterías de una mente infantil! No hay que hacerle ni caso, porque si lo hacemos, nunca superará sus miedos.

La muchacha no hacía más que mirar a unos y otros, esperando que alguien la salvase de aquello que tanto temía. No pude evitarlo. Me levanté del asiento, posé mi mano sobre su hombro y me agaché hasta quedar a su altura, sonriéndole con ternura.
—Ven conmigo, pequeña. Yo te acompañaré al desván. Eso te tranquilizaría, ¿verdad?

No muy convencida, afirmó con un leve gesto. Los marqueses se habían quedado sin palabras, extrañados porque hubiese tenido en cuenta las aprensiones absurdas de una niña asustada, pero no me detuvieron cuando le propuse a Clara que me indicase el camino hacia el desván.

Al llegar al pie de las escaleras, ella aferró mi mano con fuerza. Sus pequeños dedos intentaban abarcar, sin éxito, el contorno de mi muñeca. Aquel gesto, lejos de importarme, me tocó el alma, así que amoldé su pequeño puño en la palma de mi mano y apreté con delicadeza, para infundirle el ánimo que tanto necesitaba. Sin mediar palabra, adecué mis pasos a los suyos y comenzamos a subir los escalones.

Cuando llegamos a la entrada de la buhardilla, la niña dio un paso atrás de forma instintiva e intentó soltarse de mí. No se lo permití; al contrario, la sujeté con firmeza y le obligué a que me mirase a la cara.

—Clara, ahora que estamos solos, ¿me vas a decir qué es eso que tanto temes? ¿Qué ocurre aquí dentro?

—Yo... —La muchacha comenzó a titubear, pero le exigí una respuesta con la mirada. De sus labios surgió una vocecilla tenue y acongojada que me forzó a acercar mi rostro al suyo para poder entender algo de lo que me decía—. No quiero entrar. Ella estará ahí, como siempre. Los señores han subido muchas veces conmigo para demostrarme que son imaginaciones mías. Ellos no la ven, pero yo sí.

—¿Ella? ¿Quién es ella?

—No lo sé, aunque me da mucho miedo. Va toda vestida de negro, su piel es muy blanca y sus ojos parecen vacíos. Creo que quiere hacerme algo.

—Déjame echar un vistazo.

Incrédulo, abrí la puerta y entré. Busqué a tientas el interruptor a ambos lados del quicio hasta que lo encontré. Al accionarlo se encendió una única bombilla, situada en una de las vigas de madera, que iluminó parcialmente la estancia. Un simple vistazo a mi alrededor me confirmó lo que ya pensaba con anterioridad. Los marqueses tenían razón: los miedos de esa chica eran infundados. Allí no había más que trastos viejos y multitud de telarañas. Quizás lo que ella había creído ver no era otra cosa más que una de las sombras proyectadas por alguno de los múltiples cachivaches que había amontonados por doquier.

—Clara, puedes pasar. Aquí no hay nadie más que yo. Te lo aseguro.

En cuanto la niña atravesó el vano de la puerta, lo sentí: un frío glacial que se incrustó en mis huesos y un extraño hormigueo que me recorrió la espina dorsal. Al principio creí que aquello se debía a una corriente de aire provocada por algún cristal roto, pero esa teoría no tenía sentido: el desván carecía de ventanas y no se apreciaba ningún agujero en la estructura que conectase con el exterior. Además, cuando yo entré la temperatura de ese cuarto era normal, dadas las circunstancias; un minuto después estaba aterido de frío.

Siempre me he considerado una persona práctica, racional e incrédula. Sin embargo, en esos momentos supe con certeza que, aunque pareciera imposible, allí había alguien más. Notaba su presencia, aunque no era capaz de verla.

Clara se situó a un lado y agarró mi chaqueta, escondiendo su pequeña cabecita tras mi espalda. Los temblores que surgían de su interior traspasaban las capas de tela que nos separaban, hasta el punto de que yo mismo no supe discernir si era ella sola la que temblaba o nuestros cuerpos se convulsionaban a la par.

—Clara, ¿puedes ver a la mujer? —fue lo único que pude articular.

—Sí, señor. Está justo enfrente de nosotros.

—¿Y qué es lo que hace ahora mismo?

—Me... me está mirando fijamente.

—Clara, pregúntale quién es.

—Pero...

—Pregúntaselo.

La niña hizo lo que le ordené. Puede que todo fuese producto de mi imaginación, pero a fecha de hoy aún puedo asegurar que, tras la voz de la pequeña, pude escuchar con claridad un leve murmullo que resonó en mis oídos con la reverberación de una explosión.

—Dice... dice que es mi madre.
—¿Tu madre?

—Sí, pero eso es imposible. Mi madre murió de unas fiebres cuando yo era muy pequeña. Ni siquiera puedo recordar su rostro.

—Clara, pregúntale qué es lo que quiere de ti.

—Sólo quiere saber que estoy bien, y me comenta que, a pesar de que instantes antes de morir le prometieron unas misas en su memoria, aquello cayó en el olvido.

—Bien, dile que por eso último no tiene que preocuparse más. Clara, no debes tener miedo. No puede hacerte nada, y estoy seguro de que tampoco pretende hacerlo.
No bien había terminado de hablar, sentí que algo parecido a la estela de una persona pasaba a mi lado, rozando la mano que reposaba en el brazo de Clara. Después, nada.

—Ya se ha ido —murmuró la pequeña.

—Y creo que ya no volverá —aseveré.

Lo primero que hice cuando regresamos al salón fue hablar con mis anfitriones. Corroboraron la historia de la pequeña: su difunta madre les había servido durante muchos años, así que cuando ella falleció, se hicieron cargo de la niña. No abandoné la mansión hasta arrancarles la promesa de que ordenarían el oficio de unas misas en su memoria, e incluso yo, por mi parte, también hice lo propio.

Muchas fueron las ocasiones en las que regresé a aquella casa, no sólo por mi trabajo, sino además para visitar a la pequeña Clara. Vi cómo aquella niña apocada se convertía en una jovencita encantadora sin más miedos ni temores que los propios de su edad, y sé con seguridad que lo sucedido aquella tarde jamás volvió a repetirse, aunque el recuerdo de esa experiencia lo guardamos para siempre en nuestros corazones. Tanto la pequeña Clara como yo. 

El desván©Chus Nevado